Historia de un nombre

Dedicado a mi tía Juana que siempre me ha llamado Marita. 

Llevo años pensando, por lo menos 30 años, que debería escribir la historia de mi nombre, solo por comodidad, pues es de las cosas que más me preguntan al conocerme «¿de donde viene Ipe?, ¿Es un diminutivo?» Y como todo llega, tarde o temprano, acá esta la explicación en extenso y por escrito. 

Por regla general la gente piensa que me llamo Hiperionda o Hiperofila, aunque una vez, una chica encantadora me pregunto si mis padres me habían puesto Ipé por el árbol. Sería lindo ¿cierto?

Pero mi realidad es otra, y es un poquito más larga de explicar. 


Cuando yo vine al mundo no existían las ecografías, el sexo del bebe era un misterio que se mantenía hasta el final, por eso mi padre tenia preparado un nombre para cada posibilidad: Andrés, como él y como su padre si era niño, y María del Carmen, para hacer feliz a su madre, mi abuela Sinforiana si era niña. 
A mi madre, Carmen Alicia, le hubiera gustado llamarme Andrea, pero mi padre se negó pues le parecía demasiado redundante tener dos hijos con el mismo nombre. Él siempre pensó que tarde o temprano iba a tener un hijo varón, y con esto queda claro que he comenzado diciendo una mentira, no todo llega por mucho que uno espere. 

Viví en Chile mis primeros cuatro años y era Marita para toda la familia de mi madre y Mary Carmen (pronunciado meri) para las amistades. Para mi padre era Mari (pronunciado mari). Y en enero de 1971 nos trasladamos a España, concretamente a Madrid pasando por Asturias, entonces yo era Marita si me portaba bien y Marita Carmen, si hacia algo que no le gustaba a mi madre… algo como no comerme la comida o no ordenar mis juguetes. 

Después vino el colegio y la cruda realidad nacional o al menos madrileña, en una clase de 40 niñas, había 9 niñas con el mismo nombre… y yo era una de ellas. De modo que comenzaban las versiones: Mari Carmen, Carmen, Mamen, Carmencita, Carmela, Menchu… y el número de lista, esa era yo. No me gusta nada que me llamaran por el número, quizás fue entonces cuando comencé a aborrecer mi nombre. 

A los nueve años tuve suerte. Cambié de colegio, cierto que la suerte llegó justo dos días después de haber amenazado con saltar desde la terraza a la calle, ya se sabe que a la suerte hay que ayudarla un poquito. Era un sábado. Lo recuerdo por que mis padres eran gente de orden, los sábados siempre cenaban en casa de los mismos amigos, unos extremeños encantadores (quizás desde entonces Extremadura y yo vivimos un idilio) y fue en las rodillas de aquel padre que no era el mío que lloré durante horas las penas acumuladas en silencio durante cuatro años de desprecios y maltrato. Como decía  cambié de colegio. En mi nuevo colegio había un profesor de inglés Don Baldomero, del mismo Badajoz capital, al que le hacía gracia que yo para firmar los exámenes pusiera siempre Carmen I.P. (algo que surgió mezcla de la pereza y de mi deseo de equidad padre-madre) y comenzó a llamarme así… IpuntoPpunto… sonaba divertido pero era demasiado largo, al final del curso ya era simplemente  IP (pronunciado ipe). Desde ese momento todas mis amistades me llamaban Ipe, pero yo continuaba escribiendo I.P. 

Cuando ya había cumplido 19 años, mi madre había muerto y yo tenia una relación ¿ romántica? con un joven poeta que me escribía versos ¿sería correcto compartirlos aquí? – es una duda que me asalta. Y esos versos se los dedicaba a Ipe (escrito Ipe y pronunciado ipe). Y me gusto, y me lo quedé.Desde los 19 años siempre me presento como Ipe. Así conocí a mi esposo y así me identifican mis hijos , si deben explicar quien es su madre, dicen «Ipe». Hace 10 años se hizo necesario tener un nombre artístico, pero no se me ocurría ninguno que me gustara realmente, de modo que recupere mi nombre oficial, ese que no había usado nunca Carmen Ibarlucea. Ahora me gusta. Cuando lo pronuncio veo un jardín en medio de un valle entre montaña. Pero si quiero hablar de mi, me digo Ipe. Pronuncio Ipe y me veo a mi misma.

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