Las mallas de ballet

Escrito en la montaña de cáceres, entre quimioterapia y quimioterapia. 

Para María José, que a lo mejor no sabe que es una maestra. 

Cuatro años hacía que  deseaba más que nada en el mundo ir a clase de ballet. Pero no era posible, aquel deseo era absolutamente inalcanzable para mi, que suspendía todas las asignaturas religiosamente. Las clases de ballet estaban supeditadas a sacar buenas notas en el colegio. 

El colegio es esa institución extraña donde las niñas y los niños desaparecen de la vida familiar. Allí suceden cosas que solo se hacen reales a través de un informe que mediante códigos de números o letras determina su adaptación al medio. 

Por eso, cuando te vi, con tus rizos dorados, tus ojos verdes detrás de las gafas de pasta, tu maillot y tus mallas rosas. Te envidie. Sí, eras la niña de las buenas notas, que habita en la urbanización con jardines cuidados, repletos de árboles. La niña que va a clase de ballet. 

Recuerdo, como si fuera hoy, nuestra primera conversación. Aquel primer día de educación física con Don Mariano. Él vestido con pantalón de tergal y suéter de lana, al cuello su silbato de metal. Y nosotras en la fila desordenada y caótica, de aquel colegio desordenado y caótico donde el profesor insistia, de palabra que no con el ejemplo, que el chándal era necesario los días en que teníamos gimnasia.  A nosotras, venidas de dos distantes colegios de monjas católicas, nos habían matriculado en aquel colegio excepcional para iniciar una nueva vida que incluía, entre otras cosas extraordinarias escuchar a la infancia con respeto, y compartir el aula con compañeros varones.no sé saltar el plinto, confesaste en mi oído. 

– yo tampoco – respondí, añadiendo – En mi otro colegio nunca hice gimnasia. 

-La vida se abrió paso entre nosotras y nos hizo mejores amigas de la infancia. 

Me hablaste de tu madre, me explicaste que el cáncer de mama se la había llevado de este mundo,  y que por eso llegabas tarde al principio de curso. Yo no te dije nada. Apenas tenía 10 años recién cumplidos y no sabía que hay protocolo de frases para esos casos. 

Hasta ese día sentía una infinita lástima de mí misma, y envidia de las otras vidas que juzgaba felices y perfectas. Allí estabas tú. Atesorabas todo lo que para mí era inalcanzable. 

Allí estabas tú. Un golpe de realidad. 

Allí estabas tú, una niña de nueve años, enseñándome a poner el mundo y mis prioridades en orden, pero nadie lo reflejo en mis calificaciones del primer trimestre.  

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